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cultura
'Nosferatu': todos seguimos queriendo que nos chupe la sangre el vampiro (y no otros)
Se estrena mañana en España el esperado, terrorífico y brutal remake de 'Nosferatu' (Murnau, 1922) dirigido por Robert Eggers y protagonizado por Lily-Rose Depp, Nicholas Hoult, Bill Skarsgård y Willem Dafoe

Ha cruzado océanos de tiempo para encontrarnos… Y desde que lo invitamos a entrar en el imaginario colectivo, aunque fuera por la puerta de atrás, no hemos podido ni querido librarnos de él ni del resto de su especie. El vampiro, escapado del folclore, la leyenda y la superstición, clavó sus colmillos en la literatura gracias primero al Lord Ruthven de Polidori, a la «Carmilla» de Le Fanu y al menos aristocrático Varney de los penny dreadfuls victorianos, para alcanzar su consagración con el Drácula de Bram Stoker, en 1897, al borde del siglo XX. El éxito del libro y el personaje de Stoker facilitaron su paso primero a los escenarios, hollados ya por su antepasado Lord Ruthven, protagonista incluso de una ópera, para al calor del fenómeno del momento, el cinematógrafo, adueñarse de la gran pantalla. Normal: la cámara no es más que una criatura vampírica que se apodera del alma de los espectadores alimentando con ella a los espectros que habitan sus imágenes. Imágenes de actores muertos hace décadas, que siguen vivos –o no-muertos– en sus fotogramas congelados en el tiempo. Así lo han mostrado películas como «Arrebato» (1979) de Zulueta o «La sombra del vampiro» (1999).
A los juzgados
Hace algo más de cien años que apareció quien, hasta que se demuestre lo contrario, es el primer auténtico vampiro cinematográfico: el Conde Orlok (Max Schreck). Protagonista de «Nosferatu. Una sinfonía del horror» (1922), se trataba de una (per)versión de «Drácula», que cambiaba nombres de personajes, escenarios y escenas del libro a fin de escapar al pago de los derechos de autor. No lo consiguió: Florence Stoker, viuda del escritor, se negó a que le chuparan la sangre. Con celo persiguió a los productores, los llevó a los juzgados y ganó el litigio. El tribunal falló que todas las copias y el negativo original de «Nosferatu» debían ser destruidos. Por fortuna, el vampiro había volado ya de Berlín a Nueva York, París y Madrid, salvándose de la destrucción por el fuego. Uno de los más seguros métodos para acabar con él.
Pese a tener la ley de su parte, no tenía la viuda toda la razón: «Nosferatu» de Murnau no era Drácula. Era un vampiro diferente: una alimaña virulenta de aspecto ratonil, reptiliano e insectil, vencida por la virginal pureza de su víctima, Ellen, a través de una revisión del libro que convertía un thriller de terror y aventuras en fábula mística netamente germana. Su productor, el artista y alquimista Albi Grau, insuflaba a través de la mágica cámara de Murnau la esencia del saber hermético en un film «erótico-ocultista-espiritista-metafísico».
La siniestra figura de Orlok fue sustituida rápidamente por la de Bela Lugosi, actor húngaro emigrado que se travistió, primero en el teatro y luego en la película de Tod Browning (1931), en el Drácula clásico por excelencia. Un galán maduro, de bastón y capa, sombrero de copa y copa de «yo nunca bebo… vino», cuya mirada hipnótica enamora a sus víctimas. Las películas de la Universal, aunque cambiaran después a Lugosi por John Carradine, mantuvieron este estilo donjuanesco que traicionaba al Conde de Stoker, más bigotudo, brutal y eslavo. Una excepción sería el mexicano de origen asturiano Germán Robles, como el Conde Lavud de «El vampiro» (1957) y su secuela, superiores ejemplos aztecas del género: el primer vampiro que mostró colmillos y mordió con saña pese a su elegante estampa española. Quien devolvió definitivamente a Drácula la brutalidad y mal carácter del original, aunque bajo un aspecto igualmente amanerado, fue el gran Christopher Lee en las películas de la británica Hammer de los 50 y 60. Alto, con ojos inyectados en sangre, inmerso en escenarios góticos o contemporáneos, mira y muerde con lascivia a las descocadas chicas Hammer; de escotes abisales, las usa y descarta como el mujeriego (mejor en inglés: womanizer) que es. Duro de matar, pronto a la ira y el bofetón, solo Peter Cushing, como Van Helsing, era capaz de ponerle en su lugar. Hasta la siguiente entrega. Pero los vampiros no son sólo Drácula, por más que sea su cumbre de dientes afilados. La tradición de «Carmilla», lésbica devoradora de hombres y mujeres, encabeza una legión de bellas vampiras, a la vez que vampiresas, incluyendo a la Condesa Zaleska (Gloria Holden) de la película de culto gay «La hija de Drácula» (1936), joya del high camp. O la más histérica que histórica Elizabeth Báthory de «La condesa Drácula» (1971), con la explosiva Ingrid Pitt.
El propio Orlok, el übervampir, tiene su descendencia, siempre más cruel y depredadora. Nosferatu conoció un bello y personal remake de Werner Herzog en 1979. Su protagonista, excesivo Klaus Kinski, volvería a interpretarlo en la delirante «Nosferatu en Venecia» (1988). El experimental Elias E. Merhige inventaría con «La sombra del vampiro» una divertida fantasía sobre el rodaje de Murnau, con Willem Dafoe (ahora pálido y risible doble de Van Helsing en el filme de Eggers) como Orlok. Tobe Hooper tomaría prestada la imagen del primer nosferatu para !»El misterio de Salem`s Lot» (1979), adaptación de la novela de Stephen King. Y ahí está el estupendo Radu Vladislas encarnado por Anders Hove en la saga «Subspecies», iniciada en 1991. Siempre que se busca un vampiro primigenio y terrorífico surge Orlok, hasta en una comedia como «Lo que hacemos en las sombras» (2014), trazando un oscuro isomorfismo entre película muda y criatura. Drácula y su prole, gracias sobre todo a Coppola, pero también a Dan Curtis y John Badham con sus respectivos Jack Palance y Frank Langella, así como a los vampiros decadentes de Anne Rice y su «Entrevista con el vampiro», ha devenido antihéroe romántico, protofeminista y poliamoroso, hasta convertirse en lo contrario con la saga «Crepúsculo» (2008). Los extremos se muerden. Ahora, el elevado Robert Eggers vuelve al origen, al Nosferatu de Murnau y el Drácula de Stoker, descubriendo que cien años no son nada: mientras el filme de 1922 mantiene la frescura de un lenguaje nuevo y el vigor de un mito eterno, el de 2024... huele a muerto.
Qué bello es morir (de amor)
Carmen L. LOBO
He vuelto a ver antes de escribir esta crítica la «Nosferatu» original, aquella lasciva, tenebrosa, a veces casi obscena obra maestra que Murnau filmaba en 1922 y que tanto revuelo causaría, entre otros asuntos, porque fue censurada tras la acusación por plagio de la viuda del autor de «Drácula», Bram Stoker. Y, sin embargo, pronto se transformó en película de culto a pesar de ser una adaptación de aquella obra «no autorizada y no oficial», si bien en su estreno no tuvo mucho éxito por aquella polémica. Y, únicamente transcurridos los primeros minutos de este notabilísimo, sombrío, macabro, poético tributo a la original, y como diría un gran amigo mío obsesiva y encantadoramente cinéfilo, ya te entran ganas de ponerte de rodillas hasta que termine. Ya que el arranque del filme realizado por Robert Eggers (autor, asimismo, de las excelentes e igualmente terroríficas «La bruja» y «El faro») no puede prometer, y cumplir, nada mejor: tras la cortina observamos la sombra del aún inmaterial vampiro mientras, esperándolo, una joven en trance ansía la visita, la mordida fatal, el amor más allá de la muerte y la sangre derramada. Recordemos esta inmortal historia: Alemania, 1838, el joven, inocente y un tanto melifluo ayudante del anciano Hutter, luego convertido en irracional y caníbal «sirviente» del vampiro (hay una escena en la que nos recuerda a una suerte de «Hannibal Lecter» hambriento de su amo) tiene que marchar hasta Transilvania para cerrar la venta de un inmueble con un cliente, un conde anciano y enfermo que vive en un castillo de Los Cárpatos. Tras un complicado y siniestro viaje durante el que aterriza en un poblado gitano donde ya le previenen de los peligros que puede correr en manos del noble, el joven llega a la decrépita mansión donde descubre que su morador posee una voz cavernosa, que parece rugir cuando habla como uno de los muchos lobos que pueblan la zona y que posee un cuerpo enorme, lacerado, casi podrido, que difícilmente parece sostenerse en pie. A la mañana siguiente Hutter descubre la marca de unos colmillos en el cuello y pronto comprenderá que el conde es en realidad la reencarnación del vampiro. Y, mientras, su novia, al cuidado de unos amigos de la pareja, parece poco a poco perder la razón, lo que para el médico significa que posee «una ardiente naturaleza». O, como antes se decía y hoy hasta casi anteayer, se trata de «una histérica». Solo una visita puede «sanarla», está poseída, está maldita. Y él llegará, ya está cerca, con la ciudad atestada de ratas provenientes de un barco maldito. Pero la víctima reacciona tras conocer de quién se trata en realidad el extranjero que dice amarla y, en un acto de sacrificio supremo, decide acabar con la bestia en una orgía de sexo extraño, de sangre y oscuridad. Esa eterna, infernal, horriblemente romántica oscuridad. Sin duda, una de las mejores películas del año, el sensual placer del estremecimiento y de una sed que nada apaga.
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